Publicado originalmente en el fanzine "Axis corporis".
El baile comienza con tímidas miradas de la futura pareja, un acercamiento lento y paulatino donde los pies juegan un papel fundamental. Un deseo latente bombea en sus dedos, calmado y acelerado, que se une al entrelazar las manos por vez primera. Indecisos, toman sus primeros pasos con distancia, cuidando al detalle todo lo susceptible de ocurrir, intercambiando signos mudos que se pierden en el aire. Los ojos siguen siendo claves en el inicio de la danza.
Confiada y alentada por su pareja, la bailarina se acerca más a su compañero, permitiéndole crear movimientos más complejos, abriéndose más al universo que están creando. Llaman la atención de los presentes en la sala, congregándose en círculo en torno a ellos. Presencian, embelesados, el nacimiento del fruto del amor, una flor que se abre lentamente mientras se acerca cada vez más, fundiendo piel con piel (alma), hálito con hálito (vida), deseo con deseo (muerte).
Otras bailarinas desean contemplar más de cerca el baile de la pareja, pero el bailarín se resiste y se aleja con su pareja danzando enérgicamente, lejos de todo el foco. Ella se sorprende ante tal gesto, y aunque el temor brilla muy levemente en su mirada, se entrega al baile de nuevo, sin darle importancia.
Pasan horas, días, semanas. El baile continúa. La pareja cada vez está más compenetrada, más unida, pero se aprecian cambios en ambos: ella levanta el cansancio con sus hombros, su rostro está desmejorado, sus manos carentes de fuerza. Su melena ha sido forzada a replegarse para no volar con el viento y arrastra los pies mecánicamente por la sala. Él, sin embargo, saborea la ligereza en su paladar, el triunfo, la dominación. Agarra con ansia a su pareja, y sonríe con orgullo. Nadie en la sala se percata del cambio, con la excepción de aquellas danzantes que buscan el detalle de cada movimiento.
Ella las disuade, las engaña, pero no ceden, no cejan en alejarle del veneno que portaba escondido su compañero. Ven cómo la ponzoña la recorre venas y arterias, dejando marcas invisibles a los ojos, pero no a la mirada. Notan que no es la pareja adecuada por los rotos de su vestido, desgarrado en las columnas del templo y en el nacimiento de la vida.
Si ellas se acercan, él las aleja.
Si ellas se acercan, ella las rechaza.
La pareja tóxica continúa su baile en apariencia infinito. Aparecen promesas idílicas de vals en palacios, tangos en Argentina, salsa y bachata en Colombia y Uruguay, bailes clásicos por toda Europa. Ella le mira con la ilusión brillando en sus ojos, pero él está vacío: su mirada no transmite amor, ni tranquilidad, ni cuidado; sólo se atisba una pequeña llama de maldad mezclada con poder corrupto.
Cada vez se mueven más lejos, cada vez el baile es más exigente, más sensual, más profundo, más duro. Las marcas se atisban en ambos cuerpos, pero sobresalen en el de la bailarina. Cunita y sacada, La Mordida, salida con traspié.
Sus manos recorren con descarada perversión el cuerpo de su pareja; ella se revuelve, gira sobre ella misma como una peonza mal lanzada. No quiere más toque y enrosque, no quiere eso. Hace tiempo que todo dejó de ser un baile y pasó a ser un conjunto de movimientos sin sincronizar, movido todo por el instinto de posesión y dominación. La sumisión en un gesto de manos, la rendición de la voluntad en un golpe de talón. No puede sostenerse, la danza ha sido profanada y ella no puede más. Se zafa como puede de unos brazos llenos de promesas con filo cortante. Unos brazos que ya no acunan, si no que hieren. Él no está dispuesto a dejarla marchar.
Con pasos firmes, se acerca a ella, que anda dolorida, maltrecha, destrozada por dentro y por fuera. Aquí no sólo los zapatos le han hecho daño; su pareja no respetó las reglas del baile, y cubrió sus inseguros pasos con movimientos no permitidos, pisoteando la confianza.
Dos no bailan si uno desconfía.
No va a dejarla marchar si no se completa el paso final: el Perdón de los Cobardes. Él se vuelve frágil, de porcelana, sensible, pequeño y delicado, y ella acude a él, a protegerle y cuidarle. Cuando ella se acerca, en un pequeño parpadeo, se arrepiente. El fuego de la ira arde en los ojos de su pareja mientras sus manos atrapan el cuello de la bailarina. Un gesto de manos que necesita de impecable ejecución. Un último movimiento mientras están postrados de rodillas.
Último compás. Suena un ligero crack en la sala, imperceptible.
El baile ha terminado.
El hioides marca el final de la actuación.
MA-DRE-MÍ-A. Pero qué metáfora, no me esperaba algo así. Al principio de leer me gustaba la escena del baile, los movimientos... Era algo que me relajaba, pero después viendo cómo giraba la escena, por dónde iban los tiros, ufuf. Menudo final, increíble.
ResponderEliminar¡Un abrazo!