Nocturno(s) - Algo parecido a un "te quiero" (I)

sábado, 4 de octubre de 2014


Miré a Eva a los ojos, intentando averiguar qué estaba pensando. Ella me miró de vuelta, exhalando el humo del cigarro que llevaba entre los labios en dirección contraria a mi cara. Estaba seria, como de costumbre, mirándome con los ojos ligeramente achinados.

Llevábamos cinco minutos calladas, frente al portal de su casa. Era por lo menos la décima vez que quedábamos, y sin embargo, la primera que acabábamos en casa de alguna de las dos. Me había dicho que fuésemos a su casa a tomarnos la última.

Empecé a tiritar; hacía bastante frío como para ser una noche de principios de octubre. Eva lo notó.

-¿Tienes frío?
-Un poco. – Contesté apartando la mirada.
-Me acabo el cigarro y subimos.

Le dio varias caladas largas al cigarro y lo tiró al suelo, expulsando el humo lentamente mientras sacaba las llaves del bolso. Abrió el portal con rapidez, invitándome a pasar al rellano. Entró unos tres pasos después de mí y cerró la puerta con suavidad. El rellano estaba a oscuras y sólo adivinaba las siluetas de lo que había en la estancia por la escasa luz de las farolas que se filtraba por el cristal de la puerta.

Su sombra avanzaba hacia mí con paso decidido, y en el momento que me giré, noté la calidez de sus manos en mi cara, y sus labios sobre los míos.

En ese momento, mi mente se quedó en blanco y a mi cuerpo le costó responder a aquel estímulo. Me aferré a sus brazos y contesté al beso con cierta dosis de impaciencia y nerviosismo.

Eva sabía a tabaco, y todavía perduraba el regusto a las cervezas que nos habíamos tomado antes. Tenía los labios suaves y contrastaban con los míos, ligeramente agrietados y secos.

Me besó suavemente, despacio, como si estuviese intentando decirme que me tomara las cosas con calma y que me relajara, que en ese instante sólo existíamos ella y yo.

Efectivamente, en ese momento, sólo existíamos ella y yo.

Se separó de mí suavemente, despacio, como si estuviese dispuesta a parar el tiempo. Sus manos se apartaron de mi cara, dejándome las mejillas ardiendo, y a mí paralizada en medio de aquel rellano de un bloque de edificios del centro de Madrid en el que nunca había estado. Eva esbozó una media sonrisa mientas sus pasos se dirigían al ascensor, y yo la seguí.

Nos mantuvimos en completo silencio hasta que entramos a su casa. La miraba de reojo, con cierto temor pero a la vez con fascinación. Aquel beso de hace unos minutos me había hecho empezar a mirarla de otra manera; ¿de verdad le gustaba?

-Pasa. – Me dijo nada más abrir la puerta y encender la luz del pasillo de su piso.

Entré con pasos tímidos, con miedo de hacer ruido de más. Encendió la luz del pasillo y del salón, dejando su abrigo en una silla mientras caminaba hacia el sofá. Se dejó caer con un gesto suave, todavía con esa sonrisa torcida en la cara, y me invitó a sentarme a su lado.

Me quité el abrigo y lo puse encima del suyo, y dejé que el bolso encima de la mesa. Observé la estancia rápidamente; se notaba que vivía sola, estaba todo decorado con pósters de sus películas favoritas, pequeñas luces trepando por las paredes, imitando a las enredaderas, dando un aire íntimo y tranquilo. Estaba muy cómoda allí.

Me senté cerca de ella, a una distancia prudencial, sin dejar de mirarla a los ojos. Quería saber qué estaba pensando, qué quería hacer. Escrutaba su cara, su cuerpo, sus gestos, intentando adivinar su siguiente movimiento. Pero era imposible: cuando Eva quería que no se supiese lo que planeaba hacer, lo conseguía. Se volvía hermética, silenciosa. Y, de repente, como si aquel momento hubiese hecho saltar a mi memoria como un resorte, empecé a recordar cómo nos habíamos conocido.

Nos cruzamos por primera vez en unas escaleras mecánicas del metro de Ciudad Universitaria hace casi un año; ella bajaba y yo subía. Me llamó mucho la atención desde el principio: tenía el pelo oscuro, recogido en una coleta, la cara fina y alargada, y unos ojos pequeños y ligeramente achinados. Vestía unos pantalones pitillo negros, una camisa gris y llevaba una chaqueta blanca colgando del brazo.   Desprendía seriedad, pero no daba la impresión de ser arisca ni borde. Simplemente era seria.

Nos volvimos a encontrar en la facultad, unos tres meses más tarde. Un par de compañeros de la radio nos presentaron formalmente y empezamos a conocernos un poco mejor. No hablaba mucho y costaba mantener una conversación normal con ella, pero poco a poco se fue abriendo y fui conociendo más detalles suyos, como su obsesión por fumar, la pasión con la que hablaba de historia y que le gustaba salir los sábados a cerrar los bares de Malasaña.

Y posiblemente uno de los más importantes: le gustaban las chicas.

Empezamos a quedar algunos días con compañeros nuestros de clase para ir a tomar café o unas cañas; me intimidaba la idea de salir con ella a solas. Eva me gustó desde el principio, desde aquel cruce fortuito en el metro. La veía como una mujer inalcanzable para mí, alguien que no iba a querer quedar (y mucho menos salir) con alguien tan normal como yo. Y sin embargo, los presentimientos no se cumplieron, y empezamos a quedar juntas.

Al principio simplemente íbamos a algún sitio al que quisiéramos ir las dos y hablábamos de cosas banales. Pero fuimos escalando, ganando confianza la una en la otra, y terminamos más de una noche en la plaza del Dos de Mayo, con latas de cerveza entre las manos, a las cuatro de la mañana, riéndonos de nosotras mismas y del resto del mundo.

 Sin embargo, nunca me había ofrecido ir a su casa a tomar la última.

Eva se recostó en el sofá, sin dejar de mirarme. Había tal silencio en la habitación que simplemente se escuchaba su respiración –pausada, muy leve– y mis latidos –expectantes, casi frenéticos–. Seguía sonriendo, seguía con la misma cara de hace diez minutos. Y seguía siendo un misterio para mí. Intenté no pensar demasiado para dejarme llevar un poco más, ser todo lo natural que pudiese ser en aquel momento. Dejar que sucediese lo que tuviese que pasar.

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