Nocturno(s) - En la oscuridad de un bar (I)

lunes, 8 de diciembre de 2014


Estaba sola, sentada en cierto garito, convertido en recurrente desde que mi ex-novio decidió ponerme los cuernos, de manera flagrante y en toda mi cara.

Llevaba yendo a aquel sitio tres meses, y me sentaba siempre en el mismo sitio, al final de la barra, con una libreta, un bolígrafo y un tercio de cerveza. Pasaba horas frente a aquellos papeles, completamente en blanco, incapaz de escribir más de una frase. Incapaz de vomitar con tinta todo aquello que me estaba ahogando y matando.

Absolutamente incapaz de escribir algo más allá de su nombre, para después tacharlo con violencia, y terminar arrancando la hoja para quedarme mirando al infinito.

Aquella noche el bar estaba más vacío de lo habitual; ayudaba el hecho de que fuese lunes y que eran casi las tres de la mañana. Ni siquiera sabía dónde estaba el dueño. Estaba sola en un local de Malasaña, uno de los más pequeños pero también el más acogedor de todos, el único que era capaz de arroparme como una persona.

Dejé el dinero de las cervezas que me había tomado encima de la barra y recogí mis cosas, y justo cuando iba a marcharme, me tropecé con alguien y todo lo que llevaba entre las manos se cayó al suelo.

-Lo siento. – Una voz masculina grave se disculpó. – No te había visto. – Se agachó para ayudarme a recoger todo lo que se había caído y nuestras miradas se cruzaron por primera vez aquella noche. – Me llamo Miguel.

-No pasa nada. – Contesté con voz tímida. – Está un poco oscuro y no iba mirando por donde estaba yendo. – Intenté sonreír pero el gesto se transformó en una mueca triste. – Yo me llamo Elena.

-Vienes mucho por aquí. Te veo casi todas las noches.

-Sí… Suelo venir bastante. – Fui metiendo todo en el bolso, de manera un poco apresurada. – Es prácticamente el único sitio en el que me siento segura.

-¿Por qué?

-Es una historia lo suficientemente larga como para aburrirte y que me dejes de hablar, o te emborraches antes de que seas capaz de sacar alguna conclusión en claro.

-Quiero escucharla. – Dijo de manera tajante, mientras regresó detrás de la barra. – Guárdate ese dinero que has dejado. Invito yo a lo que te has tomado si me cuentas por qué tienes unos ojos tan preciosos pero tan tristes al mismo tiempo.

Tragué saliva y me volví a acomodar en la silla en la que había estado. Me resultaba extraño que un completo desconocido se interesara por lo que había pasado entre mi ex y yo, pero al mismo tiempo era reconfortante y agradable saber que había alguien que estaba dispuesto a escuchar toda la historia. Tiró dos cañas y me puso una delante, y volvió a sentarse a mi lado.

-Venga. Que estoy aquí para escucharte.

Le dio un buen trago al vaso y esperó a que empezara mi monólogo.

-La verdad es que… Hay hasta poco que contar. Estuve saliendo con una persona algo más de dos años, alguien a quien apreciaba y quería hasta las últimas consecuencias. Confiaba en él casi ciegamente, y esa ceguera me llevó a no ver que durante los últimos seis meses que estuvimos juntos estuvo al mismo tiempo con otra chica. Me llegaron rumores, cosas que yo creía inventadas, pero que una tarde descubrí que todo lo que me habían dicho era verdad: le pillé follándose a la que consideraba mi mejor amiga, casi mi hermana, en mi piso, en mi propia cama.

Miguel estaba completamente callado, mirándome a los ojos, con un brazo apoyado en la barra, con cara de estar interesado de verdad en lo que me pasaba.

-Cuando les vi ahí, gritando y gimiendo como conejos, me quedé paralizada. No sabía qué hacer, y en aquel momento, sólo se me ocurrió dejarles allí, no decir nada y marcharme. Todo lo lejos que pudiese. Aquella noche la pasé en el piso de una amiga, que se llama Miriam, y fui incapaz de volver a mi piso hasta una semana más tarde. Carlos, que así se llama mi ex, me llamó 30 veces en una semana, pidiéndome perdón, que no iba a volver a pasar, que había sido sólo una vez. Pero no le creí; si le había pillado una vez, ¿quién me iba a garantizar que no hubiese habido más veces? Mi amiga, Carolina, estuvo pidiéndome disculpas durante un mes. No la contesté ni una sola vez. Y dejó de molestarme. Carlos, por su parte, intentó volver conmigo muchas veces. Venía a mi casa a traerme flores, cartas de disculpa, incluso se atrevió a invitarme a cenar y luego ir a tomarnos unas copas y hablar tranquilamente de todo lo que había pasado. Pero no tenía ni ganas de verle la cara, y mucho menos de escucharle. Así que me cambié de piso para que me dejara en paz. Sólo se lo dije a Miriam. Estuve una temporada muy tranquila, pero averiguó dónde vivía y siguió acosándome, de manera mucho más obsesiva. Mi compañera de piso, Adriana, le disuadía de muchas maneras, y alguna vez tuvo que ponerse violenta para que se fuera.

-Ese cerdo no te hizo nada, ¿verdad? – Me interrumpió.

-Estuvo a punto de hacerlo. – Tragué saliva y le di un buen sorbo al vaso que tenía delante. – Se aprendió incluso mis rutinas y horarios, y una noche, volviendo tarde de trabajar, me sorprendió en el portal. Llevaba sin verle meses, y justo aquella noche, después de un día de mierda, estaba allí, esperándome sentado en la escalera. Me quedé absolutamente paralizada, sin saber qué hacer. Ni siquiera se me ocurrió correr y pedir ayuda. Se acercó a mí, pidiéndome disculpas de nuevo, acorralándome contra un cuarto oscuro que había en el rellano. Me decía que me echaba de menos, que acostarse con Miriam había sido un error, que ella no podía equipararse a mí, que era la mujer de su vida. Cada vez me lo decía más cerca, más pegada a mi cuerpo, y empezó a meterme mano. Yo le suplicaba que parase, que no me hiciera nada, que no quería nada con él, que sólo quería que me dejara en paz. Que se marchara de una vez por todas. Sin embargo, no pasó de ahí. Uno de mis vecinos llegó poco después, antes de que se atreviese a hacer algo más. Nos vio a los dos: a él de espaldas susurrando cosas y moviendo las manos hacia mi pecho y mis bragas, y a mí llorando en silencio. Le apartó, tiró de él hacia atrás y por poco le dio una paliza. Le sujetó y me dijo que llamara a la policía. Le hice caso y conseguí llamar para pedir que vinieran. Varios vecinos más bajaron, entre ellos Adriana, y estuvieron protegiéndome hasta que llegó un coche patrulla.

Miguel dio otro trago y se terminó la caña. Su cara era una mezcla entre terror, asco y ganas de llorar, casi igual que la mía.

-¿Qué pasó al final?

-A él se lo llevaron a comisaría, a mí al hospital. Me dio un ataque de ansiedad y pasé la noche allí, dormida a base de tranquilizantes. Al día siguiente fui a declarar y tras un juicio relativamente rápido, le pusieron una orden de alejamiento. Desde entonces, no me ha vuelto a molestar, pero yo apenas puedo dormir por las noches porque me viene a la cabeza el recuerdo de lo que pasó en el portal y me dan ataques de ansiedad, y tengo pesadillas de vez en cuando.

-Tienes insomnio, entonces.

-Insomnio, pesadillas, ataques de ansiedad por las noches, miedo a la oscuridad… Cierta variedad de problemas para conciliar el sueño. – Contesté. – En fin. Más o menos a grandes rasgos esto fue todo lo que pasó.

-¿Y desde cuando llevas viniendo aquí?

-Unos tres meses, desde que decidí aislarme un poco menos del mundo e intentar socializar. O intentarlo.

-Ahora lo estás haciendo. ¿Cómo te sientes? – Me dijo arqueando una ceja y sonriendo.

Reí levemente y esbocé una sonrisa pequeña. Hacía unos ocho meses del conflicto con Carlos y hablar con aquel chico me había calentado un poco el alma, y sobre todo, me había dado esperanza de encontrar a alguien con quién poder hablar, y con quién sentirme cómoda.

-Mejor que hace unas horas.

-Me alegro. – Se levantó enérgicamente de la silla y retiró los vasos. – ¿Quieres que te acompañe a casa? Es tarde y no quiero que vayas sola.

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