Hoy he visto
al quiosquero que puntualmente
abre a las seis quince de la mañana
y prepara con esmero, delicadeza y tranquilidad
su puesto para un día
todavía sumido en la niebla y oscuridad.
Hoy he visto
al vendedor de cupones de la ONCE
que religiosamente abre a las seis treinta
y todavía con frío y tiritando
se enfunda su mejor sonrisa
para corresponder a todo aquel
que pase por su caseta
-nunca le vi malos gestos,
al menos que sea capaz de recordar-.
He visto a mujeres yendo a trabajar,
humildes en su caminar,
siempre agachadas y con la mirada baja,
creyentes fervientes de la religión
en la que siempre son inferiores,
con las manos con callos y arrugas,
llevando en una bolsa lo casi imprescindible
para cubrir su trabajo.
He visto a migrantes jóvenes,
con las manos curtidas,
todavía llenas de yeso
de su jornada del día anterior,
con las ojeras renqueantes, moradas,
llevadas con orgullo ,
igual que el sudor que perla su frente
después de interminables horas en un andamio.
He visto a chiquillos con traje y mochila
tomando trenes apresurados,
somnolientos, bostezando y luchando
contra un cansancio agarrado hasta los huesos.
Muchachos que compaginan estudios y precariedad,
la lucha de trabajar para sobrevivir
y poder estudiar,
la eterna encrucijada en la que encadenan
los sueños de toda una generación.
Les observo un lunes cualquiera
de un septiembre cualquiera
de un año de la segunda década
de este milenio de mal augurio.
La diferencia es que yo vuelvo de beber,
y ellos acuden a levantar el país.
La diferencia es que bombeo sangre etílica
mientras ellos bombean la del esfuerzo.
Les miro como se debería observarles:
con admiración en la distancia,
con la suficiente prudencia
pero con ganas de decirles
«ánimo: hoy puede ser el día que todo cambie.»
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