to create such a ruin.
Querida Sylvia. Sylvia, simplemente.
Tuviste que irte, tuviste que ahogarte con un veneno invisible, todo porque tu vida no te satisfizo, y tus poemas eran las alas que hacían que volaras y huyeras. Te hicieron respirar para que pudieses seguir caminando.
Pequeña Sylvia.
Te echo de menos. Tu vida te lo quitó todo, la sociedad no te dio nada mientras tu corazón latía. Te hicieron creer que tus metas eran la familia y los hijos, un hogar, un marido; te hicieron creer que ese era tu destino, y sin embargo estabas predestinada a hazañas más grandes, a sueños más grandes, a una vida más grande.
Qué dolor aguantaban tus versos, qué dolor aguantabas cada día. Y sin embargo, era bello, es bello. Qué hermosa eras. ¿Quién te quitó la vida, Sylvia? ¿Quién te la fue quitando?
Señorita Plath.
Podrías haberte llevado bien con Alejandra Pizarnik, con Patricia Highsmith. Mujeres fuertes y valientes, atrevidas. Heroínas en un maldito mundo de hombres. Te otorgaron un Pulitzer, pero póstumo, una vez enterrada, una vez muerta. Cuando ya no podías protestar, cuando fue demasiado tarde. Tuviste dos hijos, niño y niña, Nicholas y Frieda, pero nunca fueron premio, ni recompensa. Fueron una imposición, obediencia debida a la sociedad, la obligación que estuvo sobre tus hombros desde niña.
Estás enfadada con la vida, estás enfadada con la muerte. Estás triste y odias, odias y quieres, odias y odias, quieres… Y ya no odias. Sonreías, sonreías frágilmente y qué frágil y débil eras, pequeña. Te hicieron creer que eras muñeca de porcelana, muñeca de trapo, marioneta. Dejaste de hablar con Dios, no creías en nadie, ni en ti. Simplemente dejaste de creer. Te abandonaste.
Dejaste hijos, y dejaste un legado. Un legado de dolor y tristeza. El legado del mundo a través de tus ojos, el legado de tu vida, tu auténtica herencia.
Moriste sola, pobre, enferma, nadando en miseria. Qué inocencia la tuya pensar que después de la separación todo iría a mejor, qué optimista fuiste en aquel momento. La vida te reservaba un regalo cruel, el más duro de los inviernos, el último truco de supervivencia. Y te diste cuenta de que ya no podías más. Y te fuiste, de manera silenciosa, tal y como habías entrado.
Querida Sylvia, tu dolor asusta y maltrata, hiere y no cicatriza, no cauteriza, pero te siento. Siento el abrazo de tu vida en muerte, el reconfortante hálito de algunos años de tu vida. Siento el dolor punzante de cada verso, cada lágrima que pudiste haber derramado mientras te vaciabas.
Te fuiste pronto, pero exististe. Y doy gracias a un Dios que no sé si existe porque hubieses escrito viviendo y muriendo sintiendo.
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