Te miro.
Por mucho que cierre los ojos soy incapaz de cerrarme a la oscuridad. Necesito girarme y mirarte. Tocarte suavemente los brazos con la yema de los dedos, acariciarte la barba como un soplido, besarte el pelo con toda la ternura que puedo llegar a soportar.
Intento quedarme dormida de nuevo pero estoy en duermevela. Me siento incapaz de hacerlo sabiendo que te tengo al lado, que nos estamos tocando. Que todo parece un sueño pero es lo más real que he sentido en mucho tiempo. Que necesito pellizcarme fuerte, casi hasta sangrar, para saber que ha pasado. Que he sido yo, tú y las circunstancias, no un producto de mi imaginación. Que los nervios eran de verdad y no un sucedáneo de ansiedad.
Porque es la primera vez en mucho tiempo que algo así no me provoca ansiedad. Ni terror. Ni pánico. Ni ganas de huir.
Vuelvo a mirarte.
Te abrazo porque no sé hacer otra cosa ahora mismo. No sé qué hacer más allá de mirar a la luz del salón, a ti, a la ventana y al techo. Los nervios me están comiendo por los pies y tú me atrapas las piernas con las tuyas. Me has inmovilizado y tengo calor. Te rozo la barba con los labios, el pelo, el lóbulo de la oreja, el hombro. Intento controlar la respiración y los latidos pero no lo consigo. Busco el tuyo, apoyo la cabeza en tu pecho y poco a poco todo vuelve a la normalidad.
Sigo teniendo calor, sigo estando atrapada entre tus brazos y tus piernas pero es un sitio en el que no me importa estar.
La luz del salón sigue encendida. Son más de las diez de la noche. Mi prisión, por fin, ha empezado a disiparse.
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