Ebanista de ojos verdes

domingo, 21 de agosto de 2016


Valto Toivonen llevaba tocando la guitarra desde que tenía uso de razón; parecía un apéndice de su cuerpo, una extensión de sus brazos. Decía que sabía expresarse mejor con ella que sólo hablando, y era verdad.

Su metro ochenta y su constitución fuerte y musculada daban una impresión distinta a la realidad: nadie pensaba que un chico tan grande tuviese tanta sensibilidad como músculo. Acariciaba su guitarra con delicadeza, tratándola con cuidado y pasión. La cuidaba como su vida, y ella respondía con acordes perfectamente afinados y melodías que tardaban un tiempo en desaparecer de todos aquellos que le escuchaban. Habían creado entre los dos una simbiosis perfecta. 

Portaba barba muy poblada y espesa, y una melena hasta los hombros; era oscura como el carbón, y por ojos tenía dos esmeraldas casi transparentes. Las facciones de su cara estaban muy marcadas, al igual que sus músculos perfectamente definidos. No inspiraba miedo alguno; le rodeaba un aura de calidez y seguridad, y su sonrisa certificaba aquellas buenas sensaciones. 

Su voz era grave y rasgada, aunque muy melodiosa. Tenía profundidad y magnetismo, y un toque desconocido que hipnotizaba a los que le escuchaban. Sus amigos bromeaban con él diciendo que era el Flautista de Hammelin pero en suomi y con una guitarra. Valto se reía pero era consciente del poder que tenía. Su voz era una de sus armas más poderosas, y sin embargo, le costaba expresarse. 

Si no fueses tan tímido ni te diese tanta vergüenza mantener una conversación cara a cara, hubieses llegado muy lejos, le repetía su madre constantemente. Le hubiese gustado que fuese un político de renombre, o un gran empresario, pero él prefería la tranquilidad de su guitarra y la seguridad que le proporcionaba el taller de ebanista que había heredado de su abuelo materno. 

Valto vivía feliz en Inari. Había aprendido a disfrutar de lo que la tundra le ofrecía; su madre, tras la muerte de su padre, decidió comprar una de las granjas abandonadas de las afueras del pueblo, la restauró y montó una pequeña casa rural con sauna y acceso a un pequeño lago para darse los baños de calor y frío. También adquirió algunos perros y trineos y organizaban excursiones por el bosque que lindaba con la casa. Él, por su parte, aprendió ski de fondo y cada fin de semana de invierno, si el tiempo lo permitía, salía de excursión en busca de fotografías e inspiración.

Recordaba con cariño a Tarja, y cuando supo de la boca de Laina que regresaba, no tardó en organizar una fiesta para darle la bienvenida.

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